Lea este artículo con gran atención para descubrir cómo alguien, ahogado en problemas sobrenaturales, pudo encontrar su salvación. Pero antes de seguir leyendo, por favor, pregúntese: ¿Podría ser que esté considerando como idolatría algo que no lo requiere? Además, pregúntese esto: ¿Será que lo que estoy idolatrando me viste de algo que no soy?
Para reflexionar sobre estas preguntas, se hará uso del ejemplo de Naamán. La Palabra nos revela así: “Y Naamán, capitán del ejército del rey de Aram, era un gran hombre delante de su señor y tenido en alta estima, porque por medio de él el Señor había dado la victoria a Aram. También el hombre era un guerrero valiente, pero leproso” (2 Reyes 5:1). Según la Palabra, Naamán era un gran hombre con bastantes buenas cualidades, pero su problema era que él era leproso.
Sin embargo, la pregunta clave es: ¿cómo un hombre con tantas buenas cualidades sufría tanto a causa de enfermedades?
La respuesta es simple: Naamán no tenía fe propia en Dios. Pero no se confundan, sí fue usado como un intermediario para darle la victoria a Aram. Naamán, como persona, creía en cosas y en personas como si fueran Dios, y esto era el principal causante de sus enfermedades. Las cosas en las que él depositaba su fe no buscaban su bien.
La Palabra nos revela así: “Y sucedió que cuando el rey de Israel leyó la carta, rasgó sus vestidos, y dijo: ¿Acaso soy yo Dios, para dar muerte y para dar vida, para que este me mande a decir que cure a un hombre de su lepra? Pero considerad ahora, y ved cómo busca pleito conmigo” (2 Reyes 5:7). Según la Palabra, Aram envió una carta junto con Naamán al rey de Israel. La carta venía de parte de Naamán. En otras palabras, lo que decía la carta eran las palabras de Naamán, no del rey. Es por esa razón que, cuando el rey de Israel leyó la carta, reaccionó de la manera que expresa el versículo al decir: “¿Acaso soy yo Dios…?” Es aquí donde vemos la idolatría de Naamán, porque él le habla al rey como si él fuera Dios. En este versículo también se aprende que Naamán entendía sobre autoridad y obediencia; lo único que él no sabía era a quién debía responder, o mejor dicho, a quién debía ser obediente para ser curado.
La Palabra nos afirma esta idea así: “Y al oír Eliseo, el hombre de Dios, que el rey de Israel había rasgado sus vestidos, envió aviso al rey diciendo: ¿Por qué has rasgado tus vestidos? Que venga él a mí ahora, y sabrá que hay profeta en Israel” (2 Reyes 5:8). El profeta Eliseo entendía que Naamán no conocía a Dios y que estaba pasando por una plaga espiritual. Pero tenga esto por seguro: la plaga no venía de Dios, sino de su creencia. En otras palabras, Naamán permitía que su creencia lo revistiera, sin saber el daño que le hacía. Si comparamos esta situación con la actualidad, muchos están pasando por lo mismo. Para aclarar, un profeta se puede ver como una representación de un pastor hoy en día. Dicho esto, al igual que Naamán, muchos estamos pasando por un tipo de plaga porque no entendemos a quién debemos obedecer espiritualmente.
La obediencia espiritual es sumamente importante para nuestra salvación y, al comienzo, al igual que Naamán, muchos se frustran. La frustración viene porque estamos dejando el pasado atrás, y muchas veces nuestra humanidad no quiere. Sin embargo, nuestra espiritualidad lo necesita.
Continua: “Vino, pues, Naamán con sus caballos y con su carro, y se paró a la entrada de la casa de Eliseo. Y Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate en el Jordán siete veces, y tu carne se te restaurará, y quedarás limpio. Pero Naamán se enojó, y se iba diciendo: He aquí, yo pensé: «Seguramente él vendrá a mí, y se detendrá e invocará el nombre del Señor su Dios, moverá su mano sobre la parte enferma y curará la lepra». ¿No son el Abaná y el Farfar, ríos de Damasco, mejores que todas las aguas de Israel? ¿No pudiera yo lavarme en ellos y ser limpio? Y dio la vuelta, y se fue enfurecido. Pero sus siervos se le acercaron y le hablaron, diciendo: Padre mío, si el profeta te hubiera dicho que hicieras alguna gran cosa, ¿no la hubieras hecho? ¡Cuánto más cuando te dice: «Lávate, y quedarás limpio»!” (2 Reyes 5:9-13).
En estos versículos podemos observar la frustración de Naamán cuando el profeta le ordenó qué hacer para su cura completa. Según la Palabra, el profeta lo envió solo para que tomara su propia decisión. Aun así, Naamán inmediatamente comenzó a dudar de la meta que se le había dado por el profeta. Esto se demuestra con la sugerencia que él hace de mejores ríos que el Jordán.
Pero, ¿cuál era el mayor problema de Naamán en este momento?
Él no entendía el significado de “lavar su carne.” En otras palabras, simplemente no tenía fe. Naamán fue ordenado a lavar su carne siete veces, pero si hubiera tenido fe, habría sido curado en la primera. Al igual que Naamán, nosotros tenemos la decisión de lavarnos mediante el acto de arrepentimiento, que es el bautismo. Se repite: así como se mencionó al comienzo de este artículo, Naamán tenía bastantes buenas cualidades, pero espiritualmente él era alguien muy ordinario, en el sentido de que, después de todas sus frustraciones, no le quedó otra opción más que creer en Dios.
La Palabra nos enseña que este fue el resultado de su creencia en Él: “Entonces él bajó y se sumergió siete veces en el Jordán conforme a la palabra del hombre de Dios; y su carne se volvió como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio” (2 Reyes 5:14).
Sin embargo, si alguien como Naamán pudo recibir la bendición de ser salvo y curado, ¿será que nosotros también podemos obtener el mismo resultado?
La respuesta es sí. Nosotros tenemos la misma oportunidad que tuvo Naamán; solo tenemos que creer que Él nos va a dar la cura total, que es la salvación. El bautismo es uno de los actos más importantes para Dios, porque es ahí donde uno declara su arrepentimiento, que consiste en dejar atrás todas sus creencias del pasado y vivir conforme a Su voluntad.
En otras palabras, uno se está revistiendo con lo que el Señor da: su uniforme de la salvación eterna. El Señor nos está esperando para nuestra entrega verdadera, para que tengamos la misma experiencia que tuvo Naamán.