¿Alguna vez ha pensado en lo que significa tener una relación con Dios?
Cuando el ser humano pecó por primera vez en el Edén, se apartó de Dios. Antes de la caída de Adán y Eva, no había necesidad de sacrificios, ofrendas ni altar, porque el hombre y la mujer disfrutaban de una comunión perfecta con Dios. Es decir, mientras vivían en obediencia, experimentaban plenitud en todas las áreas: no sufrían enfermedades ni enfrentaban problemas.
Pero si observamos con más atención el libro de Génesis, notamos que después de la caída comenzaron las dificultades: conflictos en el matrimonio, problemas familiares y ruptura de la unidad. Eso es precisamente lo que provoca el pecado. Desde ese momento, para que el ser humano pudiera restablecer la comunión con Dios en obediencia, se instituyeron los sacrificios de sangre de animales.

La palabra clave es: instituir.
Hay cosas que, por la fe y la guía del Espíritu Santo, nosotros también instituimos para mantenernos en obediencia a Dios, reconocer Su sacrificio y reflexionar sobre nuestro estado espiritual.

Un ejemplo de ello es la Santa Cena: algo que fue instituido. Pero… ¿será que hoy la Santa Cena es vista simplemente como un momento para comer un pedazo de pan y tomar una copita de jugo de uva?
En otras palabras, ¿un acto meramente religioso?

¿Qué significa realmente participar de la Santa Cena?
La Palabra nos enseña:
“Porque yo recibí del Señor lo mismo que os he enseñado: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo que es para vosotros; haced esto en memoria de mí’” (1 Corintios 11:23-24).
Según la Palabra, la noche en que el Señor Jesús iba a ser entregado para ser sacrificado por nosotros —es decir, para pagar la deuda que teníamos con Dios—, nos enseñó sobre la Santa Cena.
Y ahí hay otro detalle importante: esa misma noche, el Señor fue traicionado por Judas.


Aquí surge una pregunta profunda:
¿Por qué, después de haber sido traicionado, Jesús le dio gracias a Dios?
Jesús sabía que iba a ser sacrificado y que iba a sufrir, pero no se refería solo al dolor físico. El sufrimiento de Jesús fue espiritual, porque en Su alma llevaba nuestros pecados y toda clase de maldiciones.
Y, aun así, le dio gracias a Dios, porque tenía la certeza de que, a través de esa entrega, la promesa de Su Padre se cumpliría: que Él sería resucitado y sería nuestro Salvador.
Continúa: “De la misma manera tomó también la copa después de haber cenado, diciendo: ‘Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto cuantas veces la bebáis en memoria de mí’” (1 Corintios 11:25).

Como se explicó anteriormente, el primer pacto fue hecho con la sangre de animales. Pero el segundo pacto, que representa la Nueva Alianza, fue establecido a través de Jesús.
Si analizamos más profundamente la vida de los profetas, los reyes de Israel y de los hombres y mujeres de Dios que vivieron bajo el pacto anterior, veremos que sucedieron maravillas gracias a esa alianza, aunque en muchos aspectos era limitada.
Ahora imagine lo que debe suceder bajo la Nueva Alianza, pues esta ya no se basa en la sangre de animales, sino en la sangre de Jesús.
Y es aquí donde se nos invita a una reflexión personal: a examinarnos interiormente para ver si realmente estamos en este pacto, si tenemos una relación genuina con Dios. Porque para entrar en esta alianza, uno debe vivir por la fe y de acuerdo con lo que está escrito.

La Palabra sigue: “Porque todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que Él venga. De manera que el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, examínese cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba de la copa” (1 Corintios 11:26-28).
¿Proclamar cómo?
Proclamar que Él murió por nuestros pecados, que resucitó, que ascendió al cielo y que vendrá a buscar a los que son suyos: los que viven por la fe, que lo buscan, que confían en Su fidelidad, que anhelan Su Reino y que sacrifican para vivir conforme a este pacto.
Los que son santificados por la fe en Jesús.


Pero, ¿qué significa ser santificado según la Palabra de Dios?
Si volvemos al versículo, entendemos que el pan no es un cuerpo físico ni el jugo es sangre, pero sí representan el cuerpo y la sangre de Jesús. Y cuando estos elementos son presentados en oración, en Su nombre, son santificados.
Dicho esto, ser santificado significa ser hecho santo por Su gracia.
Ahora bien, la fe no es automática, es consciente. Para ser santificado, uno debe tener una relación con Él. De lo contrario —como dice la Palabra—, uno será culpable e indigno, como si con sus actos volviera a crucificarlo.
Esto nos recuerda que debe existir un arrepentimiento verdadero. Porque todos los que tienen una relación con Él y han sido transformados, se examinan, reconocen sus errores y buscan el perdón de Dios.

Regresamos así a la pregunta del comienzo:
Tener una relación con Dios implica reconocer nuestros errores, para ser santificados y limpiados, y así vivir en paz con Él. Porque Él desea una relación con nosotros… para que ya no suframos por aquello por lo que Él ya se sacrificó.