Ayuno de Daniel

Aunque uno no quiera, aunque uno no crea y aunque uno lo niegue, nosotros, los seres humanos, somos hechos de algo eterno: nuestra alma.

Por eso la Biblia nos enseña:

“Entonces el SEÑOR Dios formó al hombre del polvo de la tierra. Sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre llegó a ser un ser viviente.” (Génesis 2:7)

Aquí vemos dos acciones del Señor: primero, Él hace una vasija; después, le da vida con Su aliento. Es ahí donde el hombre, o mejor dicho, la humanidad, recibió el primer regalo de Dios: el alma, para convertirse en un ser viviente.

Pero, como podemos ver, hay una separación: está la vasija, que tiene un tiempo de expiración, y el alma, que es eterna. Dos cosas distintas, una y la otra, que siempre van a batallar entre sí.

Por eso el Señor Jesús les dijo a Sus discípulos:

“Velad y orad para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Marcos 14:38).

Otra vez vemos aquella separación, pero aquí vemos que el alma siempre está dispuesta, mientras que la carne —que es lo que nos detiene para hacer el bien en este mundo— está débil. Entonces, se llega a la conclusión de que el alma tiene una necesidad espiritual.

El obedecer vale más que el sacrificio, y prestar atención…” (1 Samuel 15:22).

Es ahí donde llegamos a la conclusión del ayuno: el ayuno es para nosotros y no para Dios. Sí, en esos momentos nos sacrificamos y nos ponemos más a Su disposición, pero eso es para acercarnos más a Él. O sea, el ayuno es un momento de obediencia concentrada, de nuestra fe enfocada. Es un tiempo en el que todo lo que hacemos es para conocerlo más a Él. Más que el sacrificio, lo mejor es la obediencia.

Daniel entendía esto claramente; por eso, cuando quiso una respuesta urgente de Dios, se sometió al ayuno de 21 días.

“En aquella ocasión yo, Daniel, pasé tres semanas como si estuviera de luto. En todo ese tiempo no comí nada especial, ni probé carne ni vino, ni usé ningún perfume” (Daniel 10:2-3).

Daniel dejó a un lado todos los placeres y lo momentáneo de este mundo para enfocarse en lo eterno, es decir, en su alma. Él sabía que su respuesta no vendría de un hombre, sino de Dios.

Ahora, si seguimos cada versículo que se compartió, nos damos cuenta de que el valor de nuestra alma es inmenso, tanto así que fue dado por Dios, y Él sacrificó a Su único Hijo para que recibiéramos la salvación.

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo; y el Espíritu de Dios…” (Génesis 1:1-2).

Dios nos puede crear, y Su presencia puede estar a nuestro alrededor, pero si no tenemos comunión con Él, si no probamos la fe, si no tenemos el deseo de estar más cerca de Él, nosotros nos convertimos en un desorden vacío y lleno de problemas.

Considere este ayuno y acérquese a Dios. Cuide lo que Dios le dio, porque su alma tiene un valor inmenso.

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