Érase una vez un zorro pelirrojo que vivía en el bosque. El animal era joven y gozaba de muy buena salud, así que se pasaba las horas corriendo por la hierba, husmeando entre las zarzamoras, escarbando dentro de las toperas, y descubriendo misteriosos escondrijos. ¡Nunca permanecía quieto más de un segundo!
A lo largo del día jugaba mucho, pero por la noche… ¡por la noche su actividad era todavía más desenfrenada! Y es que mientras la mayoría de los animales roncaban plácidamente dentro de sus madrigueras, el incansable zorrito aprovechaba para encaramarse a los árboles y saltar de rama en rama como si fuera un equilibrista de circo. Tanto practicó que llegó a ser capaz de subirse a un pino y lanzarse a otro situado a varios metros de distancia con la precisión de un mono. Increíble, ¿verdad?
Durante meses disfrutó de lo lindo haciendo estas locas piruetas nocturnas, pero llegó un momento en que se aburrió y decidió intentar una proeza realmente arriesgada: escalar una altísima montaña por la parte más rocosa. Se trataba de un reto peligroso para alguien de su especie, pero lejos de acobardarse sacó pecho y se lanzó a la aventura.
Una noche, justo cuando la luna nacarada estaba más alta en el firmamento, el valiente y atlético animal comenzó a subir la ladera cubierta de piedras.
Logró su objetivo en apenas tres horas, por lo que llegó con tiempo de sobra para ver despuntar el día. Las cabras, hasta ese momento únicos seres capaces de realizar semejante hazaña, se quedaron patitiesas cuando advirtieron que un pequeño zorro naranja alcanzaba la cumbre en tiempo record y sin apenas despeinarse el flequillo.
– ¡Lo he conseguido!… ¡Casi puedo tocar las nubes!… ¡Yujuuuuu!
Como es lógico, lo primero que hizo al llegar arriba fue celebrarlo dando botes y gritando de alegría. ¡Se sentía tan orgulloso de sí mismo!… Después hizo un esfuerzo por tranquilizarse, y cuando consiguió bajar las pulsaciones de su corazón y respirar con cierta normalidad, se sentó a disfrutar de la salida del sol.
– Qué aire tan puro se respira aquí… ¡y qué amanecer tan impresionante!
Con el mundo a sus pies se sintió el rey de la montaña.
– Ya que subir me resultó fácil, a partir de ahora vendré a menudo. ¡Las vistas son increíbles!
Tras una buena dosis de belleza y meditación, resolvió que había llegado la hora de regresar a su hogar.
– ¡Bajar va a ser pan comido!… ¡Vamos allá!
Pegó un salto para levantarse y fue entonces cuando algo terrible sucedió: por un descuido resbaló y empezó a caer montaña abajo dando más botes que una pelota de goma en el patio de un colegio.
– ¡Socorro, que alguien me ayude!
Rodó y rodó durante un par de minutos que le resultaron interminables, al tiempo que gritaba:
– ¡Ay, ay, me voy a estrellar!… ¡Socorro!… ¡Auxilio!
Cuando estaba a punto de llegar al final y darse el tortazo del siglo, pasó junto a un arbolito cubierto de flores blancas. ¡Era su única oportunidad de salvación! Demostrando buenos reflejos estiró las patas delanteras y se agarró a él desesperadamente. En ese mismo instante, sintió un dolor muy intenso en los dedos.
– ¡Ay, ay, ay, ay! ¡¿Pero qué demonios…?! ¡Ay!
¡Qué mala suerte! El arbusto en cuestión era un espino que, como todos los espinos, tenía las ramas cubiertas de afiladísimas púas que se clavaron sin piedad en las patas del zorro.
– ¡Oh, no, esto es horrible, creo que me voy a desmayar!… ¡Maldita planta!
Al escuchar estas palabras, el espino se mostró muy ofendido.
– Perdona que te lo diga, amigo, pero no sé de qué te quejas. Te sujetaste a mí porque te dio la gana. ¡Que yo sepa nadie te obligó!
Con los ojos bañados en lágrimas, el zorro se lamentó:
– ¡¿Cómo no me voy a quejar?! Solicité tu ayuda porque estaba a punto de matarme ¿y de esta forma me tratas?… ¡Eres un ser verdaderamente cruel! Mira, me has herido a traición y ahora tengo las patas bañadas en sangre y… ¡llenas de agujeros!
El orgulloso espino, con gesto enfadado, le replicó:
– ¡Por supuesto que te he pinchado!… ¿Sabes por qué? ¡Pues porque soy un espino! Hago daño a todo el que se me acerca y, desde luego, tú no eres una excepción.
El maltrecho zorro puso cara de no entender muy bien la situación, así que la planta volvió a dejar muy clara su manera de ser, su manera de vivir la vida, su manera de sentir.
– Creo que estoy siendo muy sincero contigo: yo soy como ves y no voy a cambiar, así que lo mejor que puedes hacer es alejarte de mí para siempre. ¡Ah!, y un consejito te voy a dar: la próxima vez que necesites que alguien te eche una mano, recuerda elegir mejor al amigo que te pueda ayudar.
El zorro se quedó en silencio y se puso a reflexionar sobre las palabras que acababa de escuchar. Finalmente, y a pesar de la frustración, la pena y el dolor que estaba sintiendo, fue capaz de comprender lo que el espino le quería decir.
Y tú… ¿lo has entendido también?
Moraleja: A lo largo de la vida conocemos a infinidad de personas. La mayoría suelen ser amigables, honestas, sensibles… En definitiva, seres humanos que se esfuerzan por hacer del mundo un lugar mejor. Pero también es cierto que a veces nos topamos con otras que solo piensan en sí mismas, hacen daño sin pensar en las consecuencias, y son incapaces de abrir su corazón para ponerse en el lugar del otro.
Tú tienes capacidad para elegir a la mayoría de tus amigos, para decidir quién es la gente de confianza con la que quieres compartir los momentos más importantes de tu existencia, así que procura rodearte de personas bondadosas que te respeten y te quieran de verdad. Aprenderás buenos valores, serás mucho más feliz, y si alguna vez necesitas consejo o tienes un problema importante, estarán a tu lado para ayudarte y demostrarte su amor sincero.