Antes de leer este artículo, por favor reflexione sobre esta pregunta: ¿Será que uno conoce la diferencia entre la victoria y el triunfo?
Cuando meditamos en la Palabra, no debemos leerla como algo meramente informativo. Porque si la Palabra solo entra como información, no va a transformar. Es ahí, en ese punto, donde se muestra la diferencia entre la victoria y el triunfo.
Por ejemplo, es como cuando uno consigue un buen trabajo. Uno lo puede obtener, incluso conquistarlo en la entrevista, pero eso no significa que ya lo estableció. La victoria es momentánea; es cuando uno gana una batalla o situación. Pero la caminata de triunfo es cuando uno vive y camina en victoria para dar testimonio.


Para ilustrar: cuando el Señor Jesús entró en Jerusalén, Él sabía que lo prometido se iba a cumplir y que iba a resucitar, porque vivía y caminaba en una vida triunfal que demostraba Su grandeza —o mejor dicho, Su buen testimonio. No entró con temor ni con duda, aunque sabía que la cruz lo esperaba. Es más, Él sabía que en algún momento la misma gente que lo alababa lo iba a rechazar. Pero nada de eso importaba, porque Él ya caminaba en el triunfo; ya se había establecido como el Mesías.
Pero el Señor Jesús no hizo lo que tenía que hacer por religiosidad ni porque el mundo se lo pedía. Es decir, Él no lo hizo para alcanzar metas ni para conquistar algo. Lo hizo porque Dios lo ordenó.

La Palabra dice así:
“Cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, cerca del monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, y les dijo: Id a la aldea enfrente de vosotros, y tan pronto como entréis en ella, encontraréis un pollino atado en el cual nadie se ha montado todavía; desatadlo y traedlo.
Y si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», decid: «El Señor lo necesita»; y enseguida lo devolverá acá.”
Ellos fueron y encontraron un pollino atado junto a la puerta, afuera en la calle, y lo desataron.
Y algunos de los que estaban allí les dijeron: ¿Qué hacéis desatando el pollino?
Ellos les respondieron tal como Jesús les había dicho, y les dieron permiso” (Marcos 11:1–6).

Es ahí donde llegamos al primer punto: ¿Será que uno se está dejando establecer?
Si observamos, los discípulos en ese momento no cuestionaron al Señor Jesús; solo lo obedecieron. Incluso en medio de la dificultad, los discípulos simplemente hicieron lo que Jesús les había instruido. Así también sucede con nosotros: cuando el Señor entra en nuestras vidas, lo hace con el propósito de que vivamos en triunfo, no solo en victorias.


Reflexione: ¿Será que uno está débil en Él? ¿O será que uno es parte de la iglesia física, pero no de la espiritual?
Cuando el Espíritu Santo nos manda a hacer algo, no debemos hacerlo por religiosidad, porque eso es humano; lo espiritual es sobrenatural. Es decir, todo lo que el Espíritu Santo manda hacer —orar, meditar, ayunar, obedecer— debemos hacerlo con fe, porque Él así lo orientó. Si uno hace las cosas solo por tradición o por costumbre humana, eso no es fe. Uno debe hacerlo porque está escrito.
La religiosidad no lleva al triunfo.

La Palabra continúa:
“Entonces trajeron el pollino a Jesús y echaron encima sus mantos, y Jesús se sentó sobre él.
Y muchos tendieron sus mantos en el camino, y otros tendieron ramas que habían cortado de los campos” (Marcos 11:7–8).
Muchos de los que estaban ahí, cuando Él hizo su entrada triunfal, ya habían escuchado la profecía sobre ese momento. Su reacción no era por religiosidad, sino porque creían —tenían fe. Usaban las ramas como símbolo de victoria, porque la profecía se estaba cumpliendo.
“Los que iban delante y los que le seguían gritaban:
¡Hosanna!
Bendito el que viene en el nombre del Señor;
Bendito el reino de nuestro padre David que viene;
¡Hosanna en las alturas!”
(Marcos 11:9–10).
Hosanna: es una expresión de triunfo que combina la súplica de salvación (votos hechos) con una declaración de alabanza y adoración por la prosperidad que proviene del Reino de Dios.

La Palabra nos muestra aún más:
“Cuando ya se acercaba, junto a la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, regocijándose, comenzó a alabar a Dios a gran voz por todas las maravillas que habían visto, diciendo:
¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor!
¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!” (Lucas 19:37–38).
Aquí se marca claramente la diferencia entre victoria y triunfo.
Muchos se confunden y piensan que están cerca de Dios porque han recibido una conquista. Pero recibir algo físico o una sanidad no es lo mismo que recibir al Espíritu Santo. Eso no es ser resucitado, ni ser bendito, ni estar establecido.

Cuando uno es bendito, vive según lo que orienta la Palabra y lo que enseñó el Señor Jesús. Su vida está guardada para un propósito más grande de lo que puede imaginar, porque Dios sabe lo que es verdaderamente para usted.
Desafortunadamente, muchos no tienen la fe del triunfo porque no tienen una fe definida. Y al no estar definidos, muchos declaran derrota con sus propias palabras. Si uno cambiara su perspectiva a la de Dios, entendería que no tiene problemas: tiene desafíos que está enfrentando por la fe. Cuando uno asume su posición con Dios, vive en victorias —eso es triunfar— así como lo hizo el Señor Jesús, quien venció incluso la muerte.

Un ejemplo más sobre cómo cambiar la perspectiva:
Cuando uno dice que “tiene miedo”, no es que lo posea, sino que lo está sintiendo, y eso es momentáneo. Pero cuando uno está apartado de Dios, esas emociones momentáneas ocurren más seguido, precisamente por estar desconectado espiritualmente. La primera vez que se menciona el miedo en la Biblia fue cuando Adán y Eva comieron del fruto. Porque cuando decidieron comer del fruto, se apartaron.
Uno debe descubrir la fe transformadora —la fe que da triunfo en todo lo que uno enfrente. Esa es la fe que le permite entender que cuando Jesús entra en su vida de manera triunfal, uno recibe el Espíritu Santo… y con Él, uno vence todo.


La verdadera diferencia entre victoria y triunfo está en vivir guiado por el Espíritu Santo, no solo conquistar algo momentáneo, sino ser establecido por Dios para un propósito eterno. La vida triunfal comienza cuando dejamos de buscar bendiciones y empezamos a tener comunión con Él para ser verdaderamente benditos.