Hace unos dos mil años, en la Antigua Roma, vivía un esclavo llamado Androcles. Su destino, como el de la mayoría de los esclavos, era luchar en el Coliseo a vida o muerte contra los leones.
El temido momento había llegado y esperaba su turno encerrado en una mazmorra de la que era imposible fugarse. Cuando parecía que ya no había más remedio que aceptar que era el fin, la suerte quiso que un soldado guardián se despistara y dejará abierto el cerrojo de la celda. Androcles vio la oportunidad de escaparse… ¡Y se escapó!
Aprovechó la noche para salir corriendo hacia el bosque, sin un lugar fijo a dónde dirigirse. Durante horas, protegido por la oscuridad, el pobre muchacho vagó de un lado a otro y se alimentó de las poquitas cosas comestibles que halló por el camino.
Casi amanecía cuando, de repente, vio un león que casi no podía moverse y gemía como un gatito. Aunque era grande y lucía una frondosa melena, no parecía un animal agresivo. Androcles se acercó a él manteniendo una distancia de seguridad y le preguntó por qué se quejaba.
– ¿Qué te sucede, amigo león? Es la primera vez que veo a una fiera como tú llorar amargamente.
– ¡Me encuentro muy mal! He pisado una espina grande y afilada que se me ha clavado en la pata. La herida sangra sin parar ¡Por favor, ayúdame, te lo suplico!
– Tranquilo, veré lo que puedo hacer.
Androcles se enterneció al ver al pobre león sufriendo. Si no le ayudaba, moriría desangrado. Se acercó venciendo el miedo y observó la pata con detenimiento. La verdad es que la herida tenía una pinta muy fea y debía actuar con rapidez.
Arrancó un trozo de tela de su manga y se acercó a un pequeño manantial que brotaba a escasos metros. Mojó el tejido y regresó junto al león para limpiarle bien la herida de tierra y sangre. Después, buscó la espina y, con mucho cuidado, la extrajo con habilidad. Para calmar el dolor y bajar la inflamación, utilizó como apósito sobre la zona lesionada unas hojas verdes mezcladas con barro ¡Era un viejo remedio que no solía fallar!
Al cabo de un rato, el león se sintió muchísimo mejor.
– ¡No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí! ¡Me has salvado la vida!
– Bueno… ¡Es lo menos que podía hacer! Nadie se merece sufrir.
– Por favor, acompáñame a mi cueva. Allí tengo carne de sobra para los dos y me encantaría compartirla contigo.
– ¡Gracias! En las últimas horas sólo he comido unas avellanas y estoy muerto de hambre.
El joven y el león se fueron juntos y disfrutaron de una apetitosa comida. Después, pasaron un rato estupendo hablando de sus vidas, muy diferentes pero parecidas en algunas cosas, hasta que llegó el momento en que Androcles tuvo que despedirse. Quería alejarse de la ciudad de Roma y buscar un lugar más seguro donde vivir.
Le dio un fuerte abrazo a su nuevo amigo y tomó un camino de adoquines que sabía que le llevaría a la costa ¡Quizá allí podría coger un barco rumbo a nuevas tierras!
Desgraciadamente, los soldados romanos le encontraron antes de llegar a ver el mar y le apresaron para que el emperador decidiera qué hacer con él. La única esperanza que le quedaba de ser libre se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente.
El bueno de Androcles fue condenado nuevamente a enfrentarse en la arena con un león. Cuando llegó el fatídico día, esperó angustiado en su celda, pues sabía que, ante una fiera, tenía todas las de perder. Desde allí escuchaba el tumulto de la gente sentada en las gradas. Un soldado fornido y con cara de pocos amigos les sacó a empujones y le condujo por un pasadizo húmedo y oscuro hasta que salió a la arena. Cegado por el sol, se colocó en el centro como le habían indicado.
Por una de las puertas del Coliseo, vio aparecer un enorme felino que rugía enseñando los colmillos, se aproximaba a él sin quitarle ojo y estudiaba cada mínimo movimiento que hacía. Androcles sintió que todo el cuerpo le temblaba como una torre de naipes ¡Era imposible vencer a ese animal! Pero a medida que se fue acercando, el león dejó de rugir y de su cara salió una sonrisa. Cuando estuvieron frente a frente, el león se lanzó a sus brazos y comenzó a lamerle con cariño y a gritar su nombre.
– ¡Androcles, eres tú! ¡Qué alegría verte! ¡Mi querido Androcles!
– ¡Oh, amigo! ¡A ti también te han capturado! ¡Cuánto lo siento!…
– ¡No te preocupes, yo jamás te haría daño! Soy incapaz de verte como un enemigo, por mucho que quiera todo este gentío que nos rodea.
– ¡Ni yo a ti! ¡Sabes que te quiero muchísimo!
Androcles y el león seguían abrazados ante los miles de personas que asistían como público y que se habían quedado en absoluto silencio. El emperador, desde la tribuna, estaba pasmado y no daba crédito a lo que veía ¡Un león y un humano comportándose como dos íntimos amigos! Eso era algo realmente emocionante y debía ser premiado. Se levantó de su asiento y alzando la voz, gritó a todos los presentes:
– Por muchos espectáculos que veamos en este anfiteatro, jamás nada podrá compararse a lo que tenemos ante nuestros ojos. El amor que hay entre este esclavo y este león, me conmueve profundamente.
La voz del emperador retumbaba en todo el Coliseo. Tomó aire y continuó.
– ¡Como máximo mandatario del Imperio Romano, ordenó que ambos sean puestos en libertad para siempre!
Miles de hombres y mujeres se pusieron en pie y comenzaron a aplaudir efusivamente. Androcles y el león comenzaron a llorar emocionados y abandonaron el Coliseo camino de su libertad.
A partir de ese día, el león regresó a una zona segura del bosque junto a sus congéneres y Androcles se fue a vivir a una modesta casita donde formó una familia y fue muy feliz. El tiempo no les distanció: siguieron viéndose a menudo y su amistad duró eternamente.
Moraleja: Los buenos actos siempre son recompensados y los amigos, sin son de verdad, lo son para siempre, sean cuales sean las circunstancias.