La guerra interior para hacer la voluntad de Dios (Parte 1)

Dios conoce bien los conflictos íntimos del ser humano. El propio Señor Jesús los enfrentó cuando estuvo en el mundo. Por eso, Su actitud, antes de recibir sobre Sí todos los pecados de la humanidad, fue:

Y adelantándose un poco, cayó sobre Su rostro, orando y diciendo: Padre Mío, si es posible, que pase de Mí esta copa; pero no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras.

Mateo 26:39

Para que entendamos mejor todo lo que pasó la noche que antecedió a la crucifixión, necesitamos observar el contexto judaico de la época. Era costumbre, en aquel tiempo, que la fiesta de la Pascua durara casi toda la noche. Las familias comían, conversaban, recordaban la historia de la nación, cantaban, se alegraban y, cada dos o tres horas, bebían una copa de vino. Cada judío ingería aproximadamente cuatro copas. En las familias judaicas más tradicionales, ese ritual sucede hasta hoy, pues existe un significado espiritual en ese acto.

La primera copa, llamada “copa de la esclavitud”, rememora el tiempo en que el pueblo fue esclavo en Egipto. La segunda, llamada “copa de la liberación”, conmemora la liberación del pueblo del yugo en Egipto. La tercera, llamada “copa de la promesa”, despierta la mente a todas las bendiciones prometidas por Dios. Él es el Señor que no solamente rescata y libera al ser humano, sino que también lo redime y le concede dádivas preciosas. La cuarta y última, llamada “copa del sufrimiento”, muestra que la vida en este mundo no es indolora, sino repleta de adversidades. Aunque sea duro soportarlas, es necesario mantenerlas vivas en la memoria.

Como el Señor Jesús conmemoró la Pascua con Sus discípulos en Su última noche con ellos, ciertamente tomó esas copas antes de ir al Getsemaní, en el Monte de los Olivos. Sin embargo, el sufrimiento, representado por la cuarta y última copa, no sería solo simbólico, sino literal, pues, dentro de unas horas, el martirio del Salvador se iniciaría.

La copa que sería colocada en las Manos del Hijo por el propio Padre era la copa amarga que cada ser humano tendría que beber a causa de sus delitos y pecados. Ahora vea que, si las transgresiones de una única persona durante su vida ya son terribles, ¡imagínese las de todas las generaciones! Es decir, todos los delitos, todos los malos pensamientos, todo el odio, todo el deseo de venganza, todo el adulterio, todas las mentiras, toda la prostitución, toda la impureza y demás pecados que ya habían sido practicados e incluso serían cometidos, recayeron sobre Aquel que nunca había pecado. Como muestran las Escrituras, el Señor Jesús probó la “muerte por todos” los hombres (Hebreos 2:9). Él fue considerado culpable para que nosotros fuésemos absueltos. Él fue separado del Padre para que jamás viviésemos lejos de Él.

El Señor Jesús padeció el mayor martirio para llevar a muchos hijos a conocer la gloria de Dios que solamente Él conocía. Agradó a Dios glorificar a Jesús a través del sacrificio de la cruz. Y, por priorizar la voluntad del Padre, el Hijo obedeció, y, por eso, Se tornó el Príncipe de nuestra Salvación (Hebreos 2:10). Es nítido, por lo tanto, que, en el Getsemaní, el Señor Jesús trabó la mayor de todas las batallas.

No fue fácil para el Hijo obedecer lo que el Padre Le pidió. Por eso, cuando oró en el Getsemaní, que era el lugar donde ocurría la prensa del aceite, el Señor Jesús Se postró

con la cabeza entre Sus rodillas y, con Su rostro en tierra, hizo una fuerte súplica con sudor y lágrimas (Hebreos 5:7). Era un momento extremadamente doloroso, como si una espada traspasara Su alma. A fin de cuentas, Él sabía de los muchos dolores que vendrían por delante, como la traición de uno de Sus discípulos, la burla de escarnecedores, los escupitajos, el desprecio, la tortura física, entre tantas otras maldades. Pero nada se comparaba al dolor de tener que tomar la copa de la ira de Dios, que incluía la maldición del pecado y el alejamiento del Padre. Él, que en toda la eternidad nunca había sentido Su ausencia, pues ambos siempre habían sido UNO, tamaña la unión y la intimidad que compartían, ahora tendría a Su Padre como Su Juez, que Lo juzgaría en nuestro lugar. Así, como nuestro Sustituto, Jesús probó nuestra condenación y muerte espiritual.

Continuara…

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