Con las maletas listas para la eternidad (Parte 1)

Si, en este mundo, el cuerpo físico necesita una casa donde pueda comer, dormir, descansar e higienizarse, es comprensible que el alma también necesite, en la eternidad, una habitación.

Si, en este mundo, el cuerpo físico necesita una casa donde pueda comer, dormir, descansar e higienizarse, es comprensible que el alma también necesite, en la eternidad, una habitación. Estar consciente de que somos solo peregrinos en la Tierra —o sea, entender que nuestra existencia aquí es corta y temporaria mientras que la vida en la eternidad es permanente y sin oportunidad de alteración— trae temor y temblor para que consideremos la realidad espiritual, que es la más importante.

La Biblia compara a nuestro cuerpo con una tienda frágil, que en cualquier momento puede deshacerse con las intemperies del desierto (el mundo).

Aquí, el paso de los años nubla nuestra vista y empezamos a necesitar anteojos. El tiempo también arruga nuestra piel y deja profundas marcas en nuestro rostro, además de hacer que nuestro cabello se caiga o quede blanco. Nuestra fuerza se va agotando, las rodillas se debilitan, las manos tiemblan y los movimientos son más lentos. En ese duelo contra el tiempo, nada exterior permanece igual que en los días de la juventud —incluso nuestra memoria, que lentamente se va borrando—. Sin embargo, para los que nacieron de Dios, no importa si el hombre exterior (el cuerpo físico) se corrompe, pues el hombre interior (el alma) se va renovando día tras día.

El cuerpo físico puede perder la batalla, pero el alma se enriquece y crece fuertemente en dirección a su morada eterna. Quien vive esa fe salvífica está siempre con las “maletas listas” para partir y entrar en una vida infinitamente mejor.

Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. (2 Corintios 5:1)

La alusión al tabernáculo remite a la transitoriedad de aquella tienda que peregrinaba en el desierto hasta que, finalmente, Israel entró en la tierra prometida y el culto se estableció en un lugar fijo: el templo.

Hoy, nuestra casa es un tabernáculo frágil que se deshace, pero los salvos recibirán un edificio grande y eterno —que es un cuerpo nuevo y glorificado—, el cual no tendrá ninguna participación humana, sino que será hecho solamente por el Señor. ¡Qué extraordinario!

Vivimos rodeados de productos manufacturados o industrializados; nuestra existencia está impregnada por el trabajo ideado y hecho por la mente humana, pero el nuevo cuerpo de los salvos es algo tan glorioso que las manos humanas jamás lo tocaron o lo concibieron.

Continuará…
Libro: Secretos y Misteriosos del Alma
Autor: Obispo Edir Macedo

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