En una casona del centro de la ciudad, vivía una familia que tenía un gato como mascota.
El minino era querido por todos y le colmaban de atenciones. Siempre tenía comida a su disposición y dormía en un mullido cojín al calor de la gran chimenea. Era un gato afortunado al que no le faltaba de nada.
Cuando no comía o estaba echándose la siesta, merodeaba por la casa buscando ratones. Le encantaba atraparlos para jugar con ellos. El gato era tan enorme y rápido que los pobres roedores vivían angustiados, siempre sintiendo una sombra amenazante cerca de su guarida.
Tanto miedo le tenía, que los ratoncitos dejaron de salir a buscar comida. Antes se organizaban de dos en dos y corrían a la cocina para robar un pedazo de queso o un mendrugo de pan que había caído al suelo. Pero desde que el gato se había adueñado de la casa, nunca encontraban el momento para salir de la cueva ¡Era demasiado peligroso!
Los ratones tenían cada día más hambre y estaban quedándose escuálidos por no comer. La situación era tan insostenible que decidieron reunirse para tomar una determinación. Una tarde se juntaron y formaron un corro. Desde los ratones ancianos a los más jóvenes, todos estaban dispuestos a solventar el problema cuanto antes.
Largo rato estuvo debatiendo qué era lo que podían hacer, pero a ninguno se le ocurría una buena idea ¡Qué desesperación!
Cuando estaban a punto de rendirse y disolver la junta de ratones, uno de ellos se puso en pie y propuso algo muy interesante.
– ¡Ya lo tengo! – chilló con voz aguda – La única manera de poder salir de la ratonera tranquilos es tener al gato localizado. Si siempre sabemos dónde está, podemos aprovechar cuando esté lejos para movernos por la casa.
– Ciertamente es una gran idea – asintió pensativo el ratón al que todos consideraban el jefe del clan – Pero dime, muchacho… ¿Qué propones?
– ¡Muy sencillo! Le pondremos un cascabel al gato y así sabremos cuándo se acerca y estamos en peligro.
Todos se miraron en silencio y seguidamente, hubo un estallido de aplausos.
– ¡Bien dicho! – gritó uno.
– ¡Es una idea genial! – secundo otro.
¡Qué felicidad! Al fin habían encontrado una manera de tener al enemigo controlado.
Desgraciadamente, el júbilo duró muy poco. El más viejo de los ratones se atusó los bigotes y mandó sentarse a todo el mundo. Con voz grave y midiendo sus palabras, se dirigió a sus oyentes.
– Veo que todos estáis de acuerdo con el plan – habló carraspeando – Pero decidme… ¿Quién de vosotros será el encargado de ponerle el cascabel al gato?
El silencio que inundó la sala se podía cortar. Los ratones contuvieron el aliento y se quedaron petrificados por el miedo. Finalmente, comenzaron a opinar.
– Yo no puedo… Lo siento, ya soy muy mayor y tengo artrosis. No podría subirme al lomo del gato, aunque quisiera – dijo un ratón canoso y con aspecto cansado.
– Yo tampoco puedo – se apresuró a decir otro con una vocecilla casi imperceptible- Sabéis que soy corto de vista y no atinaría a ponerle el collar.
– Lamento decir que, debido a mi cojera, el gato me atraparía antes de que pudiera darme cuenta – apuntó un ratón de mediana edad que tenía una patita más corta que la otra.
Y así, uno tras otro, todos los ratones fueron poniendo excusas para no ponerle el cascabel al gato. Cuando habló el último, todos comprendieron que la idea era buena, pero lo difícil era llevarla a la práctica. Entristecidos, abandonaron la reunión y se fueron a sus camitas a ver si se les ocurría algo que les permitiera, algún día, deshacerse del gato.
Moraleja: hablar y opinar es fácil. Muchas veces decimos cómo tienen que ser las cosas y aconsejamos a los demás lo que deben hacer, pero hay que estar en el pellejo del otro para darse cuenta de que una cosa es lo que se dice y otra hacer lo que se predica.