El ejercicio de la oración (Parte 1)

La oración es la conversación del corazón, de la expresión de los sentimientos del alma en palabras; es el quebrantamiento del corazón delante de Dios. El Señor Jesús dijo que: “…de la abundancia de corazón habla su boca.”  (Lucas 6:45). Y de hecho, es en la oración que se conoce el corazón del hombre o de la mujer de Dios, si ese corazón está o no dominado por el Espíritu Santo, porque la oración siempre revela la intimidad con Dios.

La oración en público, por ejemplo, tiene que tener alma, espíritu y poder, de tal forma que las personas también entren en el mismo espíritu y sientan la misma presencia divina.

Una oración poderosa hace levantar el ánimo de todos los oyentes y los estimula a orar también en concordancia con aquel que está orando. El ambiente se vuelve propicio para la manifestación de la presencia de Dios. Éste es el tipo de oración que rompe las cadenas del infierno, que hace expulsar a toda la casta maligna, y cura cualquier enfermedad, en fin, arranca a las personas de las garras de satanás.

Cuando un hijo se presenta delante de su padre, no hay motivos para tener miedo o timidez, sino respeto, consideración y libertad para hablar con franqueza aquello que se piensa o se desea. Dios es Padre y solamente Sus hijos lo conocen y saben cómo hablarle.

Nadie debe orar por orar, u orar para más tarde vanagloriarse delante de los hermanos diciendo que oró. Aquél que ora debe manifestar aquello que realmente está sintiendo en el corazón. La oración no puede ser algo formal, obligatorio o que tenga palabras repetitivas o eruditas con el fin de recibir elogios de los oyentes. ¡No! Tampoco se puede valorar una oración por su extensión. El Señor dijo:

“Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería.”

Mateo 6:7

Nunca podemos olvidarnos que la oración es siempre la expresión en palabras de aquello que se siente y no de aquello que se pretende sentir. La parábola del fariseo y del publicano retrata fielmente el tipo de oración que Dios oye y responde y la que Él no responde:

“Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro recaudador de impuestos. El fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. Yo ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano”. Pero el recaudador de impuestos, de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten piedad de mí, pecador”. Os digo que éste descendió a su casa justificado pero aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado.”

Lucas 18:10-14

La equivocación del fariseo no estaba en aquello que hacía, y sí en su corazón delante de Dios, pues estaba delante del Altísimo y pensaba que era digno de alguna cosa, sólo porque no era ladrón, injusto, adúltero, y no era como el publicano que era figura del pecador. Además ayunaba dos veces por semana y daba el diezmo.

continuara…

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