Érase una vez un mercader que se ganaba la vida comprando sacos de sal a buen precio para luego venderlos en diferentes pueblos de la comarca.
El negocio no le iba mal y solía ganar un buen dinerito, pero de tanto cargar peso empezó a tener fuertes molestias en la espalda y en las piernas.
Una mañana se levantó tan dolorido que decidió poner fin a la situación. Después de asearse y beber un buen vaso de leche, se dirigió al mercado y compró un asno joven y robusto. Al salir de la tienda acarició su peluda cabeza gris y le habló como si le pudiera entender.
Amigo, a partir de hoy yo seré la cabeza pensante y tú quién transporte la mercancía. Ya tengo setenta años y me duele el cuerpo al mínimo esfuerzo que hago. ¡Estoy seguro de que repartiéndose el trabajo las cosas nos van a ir muy bien y obtendremos mejores ganancias!
Dicho esto, el hombre se acercó al puerto como todos los días y compró varios sacos de sal que ató al lomo de su nuevo compañero de fatigas.
Juntos abandonaron la ciudad, tomaron la senda que rodeaba el bosque, y se encontraron con que debían atravesar un río que tenía el fondo empedrado. El asno, torpe por naturaleza y poco acostumbrado a caminar sobre aguas, pisó mal y resbaló. ¡El pobre no pudo evitar caerse panza arriba y empaparse hasta el último pelo! Como te puedes imaginar, el líquido también traspasó la tela de los sacos y la sal que iba en su interior se disolvió, tiñendo de blanco la corriente.
El mercader se echó las manos a la cabeza y empezó a lamentarse.
¡Oh, no, qué mala suerte! ¡He perdido toda la sal que acabo de comprar! ¡¿Qué voy a hacer ahora?!…
Por el contrario, el asno, al verse liberado de la pesadísima carga, notó que sus músculos se relajaban y salió del río sintiéndose ligero como una gacela.
‘¡Esto es genial! … ¡No soporto el agua fría, pero al menos no tengo que seguir llevando esos horribles sacos de sal que pesan más que un elefante africano!’
Durante un par de minutos el comerciante calibró la situación y finalmente determinó volver a la ciudad.
¡Vamos, borrico, tenemos que regresar a por más sal! Vivo de esto, y como no haga una buena venta antes de que anochezca habré perdido el día tontamente.
Dieron la vuelta y anduvieron a paso ligero hasta que llegaron al puerto. Allí, el hombre repitió la operación: compró varios sacos de sal y los colocó sobre el lomo del pollino asegurándose bien con las correas. Sin perder más tiempo, retomaron la ruta.
Solo existía un camino posible, así que no les quedó otra que ir por la misma senda hasta el mismo punto del río. El asno, cansado de soportar el peso de los millones de granos de sal, dedujo que se le presentaba una oportunidad de oro. Si el resbalón había funcionado en una ocasión, ¿por qué no hacerlo de nuevo, esta vez a propósito?…
¡Dicho y hecho! Sacando a relucir su vena artística, fingió que tropezaba con una roca del fondo y se dejó caer haciendo todo tipo de aspavientos. Respiró aliviado cuando en cuestión de segundos, la sal volvió a diluirse en el agua.
Una vez que se incorporó y salió del río, buscó la mirada de su amo y puso cara de pena, como si sintiera profundamente lo sucedido. Todo mentira, por supuesto, porque por dentro se sentía feliz como una perdiz. El muy necio no contaba con que el mercader no tenía un pelo de tonto y se había dado cuenta de la jugarreta.
‘¡Este borrico se cree que me la ha colado, pero afortunadamente yo soy bastante más listo que él y voy a darle un escarmiento que no va a olvidar! ¡Será desagradecido! …’
Sin decir nada tiró de la cuerda y se llevó al burro a la ciudad. A diferencia de las dos veces anteriores no fue al puesto de sal, sino a un establecimiento donde vendían esponjas. Ni corto ni perezoso, las compró todas y las metió en los sacos que volvió a amarrar al asno.
Aunque las esponjas no eran tan pesadas como la sal, al borrico no le gustaba nada tener que cargar con ellas, así que al llegar al río sintió el impulso de volver a hacer trampas. Convencido de que era capaz de engañar a su dueño cuando le diera la gana, se metió en el agua y simuló otro fatídico tropiezo. Para su desgracia, las esponjas se llenaron de agua, su peso se multiplicó por veinte, y el ignorante animal empezó a hundirse sin remedio.
¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Ayuda, por favor!
Pensando que era burro muerto, empezó a agitar las cuatro patas desesperadamente de arriba abajo en un último intento de salir a flote. Fueron momentos realmente angustiosos, pero sorprendentemente, consiguió alcanzar la orilla y salvar el pellejo.
Sentado sobre la hierba comenzó a tiritar y a vomitar agua entre los dientes mientras el mercader, con los brazos cruzados, le observaba con gesto impasible. Cuando por fin se tranquilizó y pudo hablar, el asno se quejó amargamente.
¡Estos sacos pesan mucho más que los de sal!… ¡He estado a punto de perder la vida!
El amo estalló en cólera.
¡Eso te pasa por traicionarme! Espero que hayas aprendido la lección y a partir de ahora cumplas con tu deber al igual que yo cumplo con el mío. ¡Llevo toda la vida trabajando para poder vivir y no quiero vagos a mi lado! ¡¿Te queda claro?!
El burro bajó el cabeza avergonzado, y tuvo que admitir que había jugado sucio.
¡Está bien, está bien!… No volverá a suceder, pero por favor, intente que los fardos sean un poco más ligeros o yo también acabaré con los huesos destrozados en plena juventud.
El mercader reflexionó y entendió que era una petición bastante justa.
¡Así será! Prometo ser un generoso y compasivo a cambio de que tú seas leal y trabajador ¿Te parece bien?
¡Me parece perfecto!
Se hizo el silencio y ambos se dedicaron una sonrisa que selló el acuerdo de mutuo respeto que mantuvieron el resto de sus días.
Moraleja: En la vida todos tenemos derechos, pero también obligaciones que debemos cumplir. Es importante actuar con responsabilidad por nuestro propio bien y el de los demás.