He aquí hago nuevas todas las cosas (Parte 2)

La encarnación del Señor Jesús fue la Palabra tomando cuerpo y una naturaleza igual a la nuestra, para unir la Tierra al Cielo. El propósito de Dios fue y será habitar eternamente con nosotros hasta el día en que nosotros habitaremos con Él. Hoy, ese deseo se muestra a través del bautismo con Su Espíritu, de forma que a aquellos que Lo poseen “nos sentó en los lugares celestiales”, aun viviendo en este mundo (Efesios 2:6).

Entonces, como ciudadanos del Reino de Dios, ya gozamos, en parte, de las ricas bendiciones espirituales reservadas a los hijos, pero llegará el día en que eso no será más por la fe, sino un hecho. Tomaremos posesión definitivamente, y con toda la plenitud, de la vida eterna, como nos fue prometida. En ese momento, los salvos vivirán de un modo tan superior que no se acordarán de la vida en este mundo, que es tan marcada por dolores y sufrimientos. Es imposible encontrar a alguien que no se haya entristecido y llorado al enfrentar sus sinsabores. Por eso, no tendremos esos recuerdos en el Cielo. Recibiremos un nuevo nombre, un nuevo cuerpo y una nueva memoria, de modo que nada de lo que vivimos aquí nos causará angustias allá. Allí, nadie tendrá recuerdos dolorosos de los errores que cometió o de sus seres queridos y amigos que no fueron salvos, pues eso generaría sufrimiento en el Cielo. Esa promesa revela cuán incomparable será la vida eterna: sin lágrimas, sin muerte, sin llanto, sin clamor y sin dolor. Es decir, las fuentes de tristeza, como decepciones, enfermedades, escasez, traiciones, pérdidas, muerte, violencia, limitaciones físicas, injusticias, etc., no existirán allá, pues el Cielo no es lugar para lágrimas.

El Cielo es completamente distinto de la Tierra también en lo que respecta a las relaciones. Allí, nuestra unión con nuestro Dios será tan perfecta que los lazos afectivos vividos en este mundo quedarán atrás. Nuestra comunión plena con nuestro Padre no competirá con las relaciones humanas entre marido y mujer o padres e hijos, pues estos lazos son solo para esta vida terrenal. Así como el brillo del sol al mediodía ofusca cualquier otra fuente de luz, nuestra unión perfecta con Dios trascenderá todo lo que ya vivimos y vimos.

Es necesario que haya una completa discontinuidad de la vida terrenal para el inicio de esa vida celestial, cuya grandiosidad no puede ser explicada o imaginada por la mente humana debido a su finitud. No habrá ninguna ligazón de la vida corruptible y transitoria con la vida incorruptible y permanente, pues, en caso de que ocurriera, imposibilitaría que disfrutásemos de manera completa de las bendiciones del Cielo.

Nuestro pasado, por lo tanto, será considerado viejo, por eso será substituido por lo que es nuevo. Así, viviremos una nueva historia con Dios: “Pues he aquí, Yo creo Cielos nuevos y una Tierra nueva, y no serán recordadas las cosas primeras ni vendrán a la memoria” (Isaías 65:17).

Esas magníficas promesas contenidas en Apocalipsis vienen “(…) de Aquel que es y que era y que ha de venir (…)” (Apocalipsis 1:4), exactamente como Dios Se presentó a Moisés: “Yo Soy el que Soy”. Él fue Dios en el pasado, es Dios en el presente y será Dios para siempre. Si Él promete una posición tan gloriosa en la eternidad, usted y yo podemos ansiar por el cumplimiento de estas palabras, ¡pues se cumplirán!

Si tienen alguna pregunta contáctenos

Share This Post

More To Explore