La guerra interior para hacer la voluntad de Dios (Parte 2)

Cuando preguntó, en la cruz, por qué Dios Lo había desamparado, Él Se refería a ese distanciamiento del Padre. Eso fue necesario porque, siendo el SEÑOR Santo, ¿cómo estaría junto a Alguien que cargaba todos los pecados del mundo en Su ser? En aquel momento, el Hijo ni siquiera osó llamar Padre a Su Padre, sino que Lo llamó Dios: “(…) Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has abandonado?” (Mateo 27:46).

El Señor Jesús era consciente de lo que eso representaba, por eso dijo que Su alma estaba profundamente entristecida y angustiada. Su gemido de dolor era tan grande que tuvo que distanciarse de Sus discípulos para orar. A fin de cuentas, más que la muerte física, Él recibiría, en Su cuerpo, la culpa y la condenación de toda la humanidad de una sola vez. Habría sido algo imposible de soportar para cualquier ser humano, pero Aquel que Se hizo hombre y mantuvo Su santidad lo logró, aun con mucho sufrimiento. Así, incluso ante toda la maldición que recaería sobre Sí, el Señor Jesús no huyó de Su misión (compruébelo en Gálatas 3:13).

A pesar de la angustia de ver a Su Hijo padecer, Dios hizo lo que debía ser hecho y colocó en Su cuenta todas las transgresiones del mundo y sus consecuencias, inclusive, las enfermedades. Él tenía consciencia de que el sacrificio Lo heriría, Lo castigaría y Lo oprimiría, pero, para rescatar a la humanidad, siguió con Su plan. El Texto Sagrado nos revela que “(…) quiso el SEÑOR quebrantarle, sometiéndole a padecimiento. Cuando Él Se entregue a Sí mismo como ofrenda de expiación (…)” (Isaías 53:10). Por lo tanto, Le correspondía al Señor Jesús permanecer firme para vencer Su guerra.

Durante toda la vida del Salvador en este mundo, y también en la oración del Getsemaní, vemos la sumisión, la humildad y el deseo ardiente de obedecer al Padre, aunque eso Le costase mucho. La intensidad del dolor al que Él fue sometido Lo hizo transpirar sangre, tal como está registrado por Lucas: “Y estando en agonía, oraba con mucho fervor; y Su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (Lucas 22:44).

La presión emocional, la amargura y el sufrimiento eran tan grandes que, según estudiosos, los vasos sanguíneos del Señor Jesús se rompieron y los poros se dilataron, dando origen a ese fenómeno, considerado por la medicina como algo raro. El sudor de nuestro Salvador se convirtió en grandes gotas de sangre que rodaban hasta el suelo. Lucas, que era médico, sabía bien que aquello era algo fuera de lo normal; por eso, al oír el relato de lo que había sucedido con el Salvador, lo registró diligentemente, para que pudiéramos intentar mensurar lo que pasó en el alma del Hijo de Dios en aquel instante.

El Señor Jesús luchó intensamente y no permitió que Sus deseos o Sus emociones gobernaran Su vida, como sucede con la mayoría de las personas. Aun gimiendo, Él oró: “(…) pero no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras” (Mateo 26:39).

Aquella copa era extremadamente difícil de beber debido al penoso sacrificio que tendría que hacer; sin embargo, no la rechazó.

La oración hecha por Jesús, momentos antes de Su muerte, es prácticamente ignorada por la mayoría de los cristianos. A muchos no les gusta hacerla, porque, si hay algo presente en la naturaleza humana desde la tierna infancia, es el deseo de hacer su propia voluntad y decidir todo por sí mismo. Por el hecho de que la insubordinación es una característica espontánea en nosotros desde pequeños, Dios tuvo que establecer un Mandamiento para que los hijos obedezcan a sus padres. Por lo tanto, quien de hecho no se entrega al Altísimo, pasa toda la vida idolatrando a su propio ego y haciendo todo a su manera.

Notamos, entonces, que, para hacer la voluntad de Dios, tenemos que liberarnos de nuestra propia voluntad, y nada es más difícil para el ser humano que eso. Por ese motivo, la primera actitud del Señor Jesús, al venir a este mundo, fue vaciarse de Sí mismo. Es decir, para hacer la voluntad del Padre, el Hijo tuvo que renunciar a cualquier deseo propio, de lo contrario no hubiera logrado obedecer a Dios. Eso muestra que no hay cómo sujetarnos a la voluntad de Dios sin contrariarnos a nosotros mismos. Esta es nuestra mayor lucha, y sucede en nuestro interior.

Renunciar a lo que creemos, pensamos o queremos en pro de la voluntad de Dios es la forma más eficiente de revelar el tamaño de nuestra disposición y fe.

Si tienen alguna pregunta contáctenos

Share This Post

More To Explore