Mirar hacia el cielo

Cuando nacemos de Dios, Él coloca dentro de nosotros una aspiración por el mundo venidero.

Cuando nacemos de Dios, Él coloca dentro de nosotros una aspiración por el mundo venidero. Incluso, nos volvemos admiradores del cielo atmosférico sobre nuestras cabezas. Con los ojos dirigidos hacia lo alto, estamos siempre admirando y fotografiando la belleza de una puesta del sol o de un cielo salpicado de estrellas. Como está escrito, los cielos proclaman la gloria de Dios y anuncian Su grandeza silenciosamente día tras día (Salmos 19:1).

Nunca conocí a un cristiano que no apreciara el Cielo. A fin de cuentas, allá está su verdadero hogar.

Porque no tenemos aquí una ciudad [en este mundo] permanente, sino que buscamos la que está por venir. (Hebreos 13:14)

Quien entiende que la vida aquí es transitoria y que la Tierra es solamente para una pequeña peregrinación, cuida su alma. Esa persona no empeña todas sus fuerzas en las conquistas de bienes materiales, pues sabe que no tendrá morada fija en este mundo. Ella anhela su patria eterna; por eso, no es guiada por su corazón, sino por el Espíritu Santo, que la conduce firmemente rumbo a la Jerusalén celestial.

Sabio es aquel que no fue contaminado por el virus de la vanidad, de la avaricia y de la ansiedad, y hace del Cielo su objetivo y su destino. La habitación celestial es permanente; en ella, hay seguridad, paz y alegría, pues fue planeada y edificada por Dios, Cuyo trono está allí́. En ella, no habrá necesidad de Sol ni de Luna, pues la gloria del Señor la iluminará más resplandecientemente que un billón de astros (Apocalipsis 22:5).

La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la iluminen, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. (Apocalipsis 21:23)

En la visión que el Señor Jesús le dio a Juan, Él enfatizó que no habrá noche en la Nueva Jerusalén (Apocalipsis 21:25; 22:5), pues no hay espacio para las tinieblas en la ciudad celestial. Nunca más habrá muerte, luto, despedidas, dolores, pecado, apostasía, maldiciones, enfermedades o tristezas. Todo tipo de sufrimiento será eliminado y nunca más habrá motivo para llorar. Llegamos al mundo llorando y pasamos la vida rodeados de angustias por todos lados. Es imposible imaginar una existencia sin dolores en este mundo, pero el propio Dios promete ponerle un fin a todo sufrimiento y enjugar de los ojos de Sus hijos todas las lágrimas (Apocalipsis 21:4).

Abraham entendió que ninguna porción de tierra aquí podría ofrecerle seguridad a su alma; por eso, buscó una herencia mucho mayor que la Canaán terrenal. Él pensó en su futuro, solo que no en este mundo.

Por la fe Abraham, al ser llamado, obedeció, saliendo para un lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber adónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra de la promesa como en tierra extraña, viviendo en tiendas como Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque esperaba la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. (Hebreos 11:8-10)

El patriarca obedeció a Dios en todo porque anhelaba tener una morada eterna para su alma, la ciudad con fundamentos inquebrantables, de la cual Dios es el arquitecto y constructor. El patriarca confiaba en que el

Todopoderoso cumpliría Su promesa de darle una herencia terrenal, pero en ningún momento esa conquista fue su prioridad. Su fe deseaba la posesión de algo superior y más sublime: la ciudad del Dios Vivo (Hebreos 12:22).

Si usted busca, piensa y se fatiga solamente con los cuidados de esta vida, o si aún no es salvo, no desperdicie más su vida. Pueblos de todas las naciones, tribus y lenguas, de todas las generaciones que oyeron la Palabra y se rindieron al Señor Dios, estarán en esta Ciudad Santa (Apocalipsis 7:9-12). ¿Cómo alguien podría no querer cambiar los placeres superficiales y pasajeros por una alegría indescriptible y permanente? En este mundo, la maldad, la muerte y la injusticia imperan; pero, en el Reino de Dios, hay paz, justicia y felicidad permanentemente.

Continuará…
Libro: Secretos y Misteriosos del Alma
Autor: Obispo Edir Macedo

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