¿Salvoconducto para pecar?

Una de las tácticas del diablo para engañar a los hijos de Dios es usar la mentira de diversas maneras. Por ejemplo, Satanás no solo crea una información falsa sobre algo o alguien, sino que también hace que esa mentira sea exhaustivamente repetida hasta el punto de que pensemos que es verdad. Otra manera es disfrazar la mentira tan bien que sea casi imposible detectarla. Sin embargo, ninguna de estas estrategias es más efectiva para el diablo que mezclar la mentira con la verdad. Al hacerlo, esconde, dentro de una “media verdad”, una “media mentira” y, así, acarrea un gran daño espiritual a quien le presta atención. Y, últimamente, uno de los temas más usados por el mal para engañar a las personas de Dios es la mala interpretación de la doctrina sobre la gracia Divina.

La gracia es definida como un favor inmerecido, o sea, es algo que recibimos gratuitamente, sin que lo merezcamos. Alegóricamente, es como un regalo carísimo que recibimos de alguien a quien acabamos de ofender. Es decir, no hicimos nada para recibir tal ofrenda, pero la persona que nos gratificó, simplemente por amor, quiso regalárnosla. Podemos decir que la gracia Divina es la misericordia de Dios en acción. Por amor, aun sin que tengamos derecho a nada, Él nos proporciona el acceso a Su perdón y a la Salvación. Este es el mayor beneficio que podemos recibir de Dios por intermedio del Señor Jesús.

El objetivo de esta misericordia Divina (gracia) es concederle al ser humano condiciones de llegar a la presencia de Dios y vivir en comunión con Él. Solamente así Sus propósitos podrán cumplirse en su vida. Pero la gracia no lo hará sola; necesita estar junto con la Verdad, es decir, con la obediencia a Dios y a Sus Mandamientos, para que cumpla su papel en la vida de quien cree (Salmos 85:10).

Eso significa que la gracia y la Verdad están siempre presentes en la vida de aquellos que son fieles a Dios. Ellos honran su Alianza con el Señor, cumplen los compromisos asumidos con su prójimo y perseveran en la fe. Si la obediencia a Dios no estuviera presente en la vida de alguien, entonces, la gracia sobre esa persona no tendrá efecto.

En la armonía entre la gracia y la Verdad, el resultado es la justicia y la paz. Es así como se origina la auténtica espiritualidad y la seguridad que el justo disfruta. Por eso, Pablo, en su carta a los cristianos en Roma, refuta vehementemente la alegación de que la gracia Divina es un permiso para pecar.

¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?

Romanos 6:1-2

Al decir “De ningún modo”, el apóstol está diciendo: “¡Lejos de nosotros tal locura!”, porque el propósito de Cristo, para quien nació de lo Alto, es vivir en la santificación, y no en el pecado. Aquellos que una vez fueron regenerados viven en novedad de vida. Es decir, murieron para el pecado, y ahora viven de acuerdo con la dirección dada por el propio Dios, pues tienen consciencia de que su vida pertenece a Él.

Esa gracia, sin embargo, ha sido mal comprendida por muchos cristianos, e incluso usada como un salvoconducto para pecar. ¡Eso mismo! ¡Hay muchos que están apoyándose en la gracia de Dios para cometer sus errores!

Cierto miembro de la iglesia, por ejemplo, que parecía fiel y temeroso, buscó al pastor para preguntarle si Dios lo perdonaría en caso de que se divorciara. Después de mucha conversación al respecto de la seriedad del matrimonio y de la importancia de la alianza hecha en el casamiento, aquel hombre dijo que tenía una amante hacía algunos años y que estaba decidido a casarse con ella. Entonces, para eso, tendría que divorciarse primero, por eso le preguntó al pastor sobre el perdón de Dios.

Incluso después de abrir la Biblia y de mostrarle la Verdad, el pastor no logró quitarle de la cabeza a aquel hombre la idea del divorcio. Él dijo: “Pastor, estamos en la época de la gracia, por lo tanto, aunque usted diga que es pecado, basta con que me arrepienta después y estará todo bien con Dios”.

Conclusión: aquel hombre siguió en la terquedad de su corazón, se transfirió a otra iglesia — ya divorciado — y se casó con su amante, legalizando así un adulterio, como si nada hubiese sucedido.

El problema de ese y de tantos otros casos semejantes es lo siguiente: ¿cómo sería posible que ese hombre se arrepintiera si no reconocía que había cometido un error contra su exesposa y contra Dios? ¿Cómo podría arrepentirse si no sentía culpa ni vergüenza de su pecado?

Otro caso ocurrió con un empleado cristiano que trabajaba en un banco. El director confiaba en él por saber que era evangélico, entonces, altas cantidades de dinero quedaban bajo su responsabilidad. Cierto día, al pasar por un aprieto económico en su casa, le vino la idea de tomar ese dinero para pagar su deuda, y después lo devolvería. Solo que esa práctica se tornó algo frecuente hasta ser descubierto y entregado a la justicia. Aunque tuviera años de Evangelio y una continua asiduidad en la iglesia, aquel hombre ya había perdido el temor de Dios y de las consecuencias del pecado; así, fue a parar atrás de las rejas por fraude bancario.

No cito estos ejemplos para juzgar, mucho menos para condenar a quienquiera que sea, sino para ilustrar el desorden que hemos visto en la iglesia contemporánea.

A pesar de que los pecados citados en estos ejemplos sean crueles y que incluso asusten, muchas personas hoy piensan y actúan de igual modo. Son bautizadas en las aguas, se dicen convertidas e incluso bautizadas con el Espíritu Santo, pero, cada tanto, se dan una escapadita a la carne. De esta forma, mienten, hurtan, engañan, cometen pecados sexuales, traicionan, etc. y, en el culto, piden perdón y “se arreglan”, para después volver a cometer todo de nuevo. Así, en la iglesia, continúan con la imagen de “correctitos”, pero solo Dios y el diablo saben lo que preparan y quiénes de hecho son. Eso no tiene nada que ver con el verdadero arrepentimiento, sino con un mero sentimiento infructífero de remordimiento.

Pero ¿por qué esas personas no consideran al pecado como pecado? ¿Por qué confunden la justicia con la injusticia? ¿Y por qué no creen en el Juicio de Dios? Porque entendieron la gracia de Dios de manera incorrecta. Creen que la gracia es un permiso para cometer sus pecados, y no un favor inmerecido que solo es confirmado y establecido por medio de la obediencia al Altísimo. En el fondo, no creen genuinamente en la Palabra de Dios, por eso el Espíritu Santo no puede convencerlas del peligro que corren por estar ofendiendo a Dios.

Es justamente debido a la incredulidad que muchos frecuentadores de iglesias viven en el libertinaje, pensando que la gracia de Dios va a librarlos del infierno. Por el mismo motivo, varios religiosos piensan que Dios abrirá una excepción para ellos por ejercer algún cargo o por tener algún título en cierta denominación. Es también por no dejarse ser convencida del pecado que la sociedad vive como si nunca fuera a rendir cuentas de sus obras ante Dios.

No es por el hecho de que el Espíritu Santo no haya convencido a esas personas que la culpa por la perdición de ellas sea de Dios. El Señor tiene todo el poder para convencer, pero somos nosotros los que damos las condiciones para que Él lo haga. Después de todo, está escrito que Dios no hace acepción de personas (Hechos 10:34). Es debido a la dureza y a la falta de arrepentimiento que los incrédulos han acumulado ira contra ellos mismos (Romanos 2:5). El hecho de que no sean convencidos por Dios es la mayor prueba de que falta el deseo sincero de querer conocerlo.

Es por eso que la idea de que el arrepentimiento ocurre en el momento que mejor le parece es cuestionable. El arrepentimiento es un don de Dios operado por el Espíritu Santo, que es Quien convence al ser humano de todo pecado. Por lo tanto, no ocurre en un chasquido de dedos o como en un toque de magia, sino cuando hay un reconocimiento sincero de la práctica del error.

Hay tres características fundamentales en una persona que muestran si está de hecho arrepentida:

Primera: siente una tristeza inmensa a causa de las transgresiones que cometió.

Segunda: no tiene ninguna dificultad de humillarse ni de admitir que falló delante de Dios y de las personas involucradas.

Tercera: tiene asco de su pecado y, por eso, lo abandona completamente y no vuelve más a practicarlo.

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