Una hermosa tarde de primavera, un viejo labrador que llevaba varias horas cultivando la tierra decidió hacer una parada en su trabajo.
– ¡Uf, ¡qué cansado estoy! Iré a pasear un rato por el campo y luego continuaré con la faena.
Caminó por sus tierras sin rumbo fijo, disfrutando de la brisa y del calorcito del mes de abril.
Deambulaba feliz, sin pensar en nada más que en respirar bocanadas de aire fresco y estirar un poco las piernas, cuando de pronto notó que una cosa extraña se movía entre la hierba.
Se acercó con cautela, procurando no hacer ruido, y vio algo que le impactó: en un cepo oxidado estaba atrapada un águila que luchaba desesperadamente por liberarse. El hombre se conmovió y sintió mucha pena por el animalito.
– ¡Pobrecilla, con lo hermosa que es! ¡No puedo dejarla morir así!
Se agachó y trató de calmarla susurrándole palabras cariñosas.
– Tranquila, pequeña, yo te sacaré de aquí. Quédate quietecita para que pueda soltarte sin que te lastimes.
El águila obedeció y dejó de moverse. A pesar de que estaba aterrada y no sabía si fiarse de un humano desconocido, permitió que el labrador hiciera su trabajo ya que era su única posibilidad de sobrevivir.
Con ayuda de un palo el hombre hizo palanca y el cepo se abrió como la concha de una ostra. El águila, que por suerte solo tenía un pequeño rasguño en una pata, sacudió su plumaje y emprendió el vuelo hasta desaparecer en el cielo.
El labrador se quedó un poco confundido.
– ¡Vaya, se ha ido sin darme las gracias! ¡Por no decir no me ha dicho ni adiós! En fin, si es una desagradecida, no es mi problema.
Sin rencor alguno continuó su paseo hasta que llegó al muro de piedra que delimitaba la finca. Ya no estaba para demasiados trotes y pensó que estaría bien tumbarse a dormir un rato antes de regresar.
– Estoy agotado y esta pared da muy buena sombra. Quince minutos de siesta serán suficientes para recuperar fuerzas.
Se recostó apoyando la espalda en el muro y sus párpados se fueron cerrando lentamente. A punto estaba de sumirse en un profundo sueño cuando, de repente, notó que alguien le arrancaba de un tirón el pañuelo que llevaba anudado en la cabeza.
Menudo susto se llevó! Abrió los ojos de golpe y vio al águila volando a su alrededor con el pañuelo en el pico.
– ¡Maldita sea! ¿Has venido a robarme después de lo que he hecho por ti? ¡Qué ingrata eres!
El labrador se puso en pie y agitó los brazos intentando atraparla.
– ¡Ladrona, devuélveme el pañuelo! ¡Cuando te coja te vas a enterar!
Pero el águila no le hizo ni caso; se alejó unos metros y mirando fijamente al labrador, dejó caer el pañuelo a bastante distancia. El campesino se enfadó aún más.
– ¡¿Me estás tomando el pelo?! ¿Por qué sueltas mi pañuelo tan lejos? ¡Soy un hombre mayor y no me apetece seguir tus jueguecitos!
Gruñendo y amenazándola con el puño en alto, se fue buscar el pañuelo al lugar donde el animal testarudo lo había tirado. Se agachó para cogerlo y en ese momento oyó un estruendo ensordecedor a sus espaldas que casi le para el corazón.
– ¡¿Pero qué demonios es ese ruido tan grande?!
Miró hacia atrás y se echó las manos a la cara horrorizado ¡El muro se había desplomado!
Levantó los ojos al cielo y vio que el águila le contemplaba con ternura. Temblando como un flan, observó de nuevo el muro, miró otra vez al ave, y al fin lo entendió todo ¡Le había salvado la vida!
Se llevó la mano al pecho y casi llorando de emoción le dijo:
– ¡Es increíble! Tuviste el presentimiento de que la pared iba a desmoronarse y me quitaste el pañuelo para llamar mi atención y que me alejara del peligro ¡Muchas gracias, amiga mía! ¡Si no fuera por ti estaría hecho papilla!
El águila no sabía hablar, pero bajó hasta su hombro, se posó, y le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer entre las nubes.
El labrador sonrió complacido pues el águila le había dado las gracias devolviéndole el favor.
Moraleja: Cuando alguien hace algo bueno por nosotros debemos ser agradecidos. Corresponder con cariño y ayudar a los demás hará que te sientas muy feliz.